martes, 7 de enero de 2014

Capítulo 1 - Amaneciendo

Ahí estaba yo, acostado boca arriba en el piso del living. Más bien, mi absurda soledad y yo. Mirando el techo, como si algo mágico fuera a salir de ahí y sacarme del problema en el que me había metido. Luego, el reloj. 10:48 de la mañana. Nada a mi alrededor. Ni un solo mueble, ni un solo electrodoméstico, ni un solo centavo. No los necesitaba tampoco. Mi sola compañía me conformaba. No existía ser humano que me pudiese entender, así que no me hice problema al notar que nadie me apoyaba en ese momento. De nuevo el reloj. 10:50. En diez minutos alguien tocaría la puerta. No me atrevería a abrirla, pero sé que la romperían si fuese necesario. Seguro. Estaban buscando algo y en tan sólo diez minutos, ya casi nueve, alguien iba a llegar para encontrarlo.

Deben preguntarse qué tan infeliz puede ser un tipo de 45 años que vive solo en un departamento desamueblado, con su insoportable caniche toy y juguetes para niños que llevan más de veinte años en su caja. Un hombre sin nadie con quien compartir cada pequeña miseria de su vida. Desde levantarse todas las mañanas y ver los desechos de tu perro por toda la casa, a llegar tarde al trabajo porque el único colectivo que pasa por la costanera nunca llegó. La verdad, bastante infeliz soy. Pero no siempre fui así de fracasado. O no tanto, al menos.

No necesito volver mucho tiempo atrás, antes de que mi vida diera un giro completamente inesperado. No estoy en contra de los cambios, sólo necesito planificarlos adecuadamente antes de cometer alguna locura (como si fuera capaz, ¿verdad?). Pero nunca tuve suerte con los cambios inesperados que ocurrieron en mi vida. Y, como era de esperarse, esta tampoco fue la excepción. Hace no más de nueve meses, seguía siendo el maravilloso y exitoso licenciado Zubiaurre. Quien, desde hace ya cinco años, se había recibido de psicólogo experto en deportes y atendía en el Club Social y Atlético Guillermo Brown.

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Procederé a contarles mi humilde historia en un par de párrafos. Mis padres, unos simples viejos hippies decadentes que vivían a base de “hagamos el amor, no la guerra”, “all you need is love” y todas esas porquerías que nunca les sirvieron de nada. En unas vacaciones al sur, en esas típicas y patéticas casas rodantes, logré escaparme en Trelew hace ya veintisiete años. Con las pocas monedas que tenía (y lo poco que requería en ese entonces viajar), tomé un micro a Puerto Madryn para comenzar una nueva vida. Una que valiera la pena, con futuro. Lejos de mensajes inspiradores lleno de mentiras, de ese insoportable olor a sahumerio y marihuana que me mataba del dolor de cabeza, lejos de la suciedad con la excusa de cuidar el agua. 

Desde entonces me las arreglé para vivir. Conseguí un trabajo pésimamente remunerado, pero lo suficiente para alquilar una habitación en la casa de una pareja de ancianos. Si bien no tuvimos mucha afinidad, estos señores fueron lo más similar a una "familia" que pude haber tenido. Durante mi estadía en su hogar terminé el secundario. Al poco tiempo, comencé a trabajar en el mayor club de Puerto Madryn, costeé con eso mis estudios en psicología, mucho después una casa propia y una carrera finalizada. Todo marchaba perfecto, como debía ser. No podía esperar menos de alguien como yo, con la cabeza centrada en lo que realmente importa. Lo concreto. Lo necesario. Lo visible. Lo real.

Se habrán dado cuenta que en ningún momento nombré alguna pareja o amistades. La verdad es que, lamento si los decepciona, nunca logré tener un contacto muy ameno con la sociedad. Una sociedad enferma, llena de basura en sus mentes, con esa manía de depender de los otros. No, yo no era así. Ni un poco. Tal vez por eso fui objeto de burla en el colegio, en el trabajo o cualquier otro ambiente. Siempre fui diferente. A mi parecer, mis virtudes y las cualidades que me destacaban hacía sentir inferior al resto de mis colegas; no habrán tenido más remedio que alejarse. Sí, seguro fue eso. De ser como el resto de esos incapaces, hoy estaría rodeado de amigos. Aceptaré sus críticas con mucho gusto, pero entre nosotros sabemos que el único capaz de tener tantos amigos es quien no tiene las agallas necesarias para ser diferente.

Seamos sinceros, ¿qué tan malo podría ser alguien como yo, una persona completamente inofensiva? He notado, incluso, cómo brillaban sentimientos de incomodidad y hasta de miedo cuando mantenía alguna conversación con gente de mi nivel intelectual. Absurdo. ¿En qué mundo recibir respeto basado en miedo es satisfactorio? Sólo en el de un monstruo. Y yo no soy ningún monstruo, claro. Para nada. Soy considerado, según datos propios (y alguna vez también los de mis padres biológicos), un hombre preso de sus pensamientos.

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No tenía idea de lo que aquél sábado 7 de marzo iba a ocurrir. Me levanté a las 6 am, como de costumbre, para ir a correr por la costanera. Lo mismo de todas las mañanas en Roque Sáenz Peña 258. Primero el café, las tostadas con queso y luego ir a buscar el diario a la puerta de casa. Salí y pude ver como el señor de seguridad del Hotel Tolosa que se encontraba en frente, me saludaba como acostumbraba a hacer todas, absoluta e insoportablemente todas las mañanas. Me limité a levantar la mano en señal de respeto, pero no fui más lejos que eso. Dejé a un lado su sonrisa barata que siempre aborrecí con mi vida y me enfoqué en el reloj de mano. 6:10. El diario tendría que haber llegado a las seis en punto. Siempre llegaba a las seis. No fueron cinco minutos de tardanza. Ya habían pasado diez y todavía no llegaba ese bendito diario.

Entré de nuevo a mi casa desconcertado y me propuse lavar la taza y el cuchillo antes de partir. Y secarlos, obviamente. De no hacerlo, se acumularían miles de bacterias en esas dos cosas tan simples. Tan sólo con pensarlo un impresionante terror se apoderaba de mí, así que procuré hacerlo a la perfección. 6:20. Ya estaba listo, con mi botella de agua mineral en mano y mi mp3 repleto de canciones cuyas letras provocaban ganas hundirse en el mar y contar hasta mil sin respirar. Típica costumbre mía, dirían los pocos que me conocen: mi psicólogo y yo.

Fui directo al puesto de “Diarios de Don Ramon” para reportar semejante impuntualidad. Al llegar noté que al cartel le faltaba una tilde, ¡y era su propio nombre! ¡¿Cómo podés olvidarte de escribir bien tu propio nombre?! Pobre animal. Traté de ser comprensivo con aquél hombre pero, como ya dije, traté. La conversación, si podría denominársela así, terminó en varios vulgares insultos. Que mi mamá, que mi hermana, y no sé qué otras cosas más. Mis oídos nunca escucharon tantas barbaridades como aquella mañana. Pero como nunca me importó nada de nadie, fui con mi mejor sonrisa, semejante a la de un suicida, a la costanera.

Otro amanecer veraniego en Puerto Madryn. Pero éste, en especial, me conmovió. No lograba entender si era por la canción que derramaba tristeza por donde se la escuchase, o por lo que ustedes, novatos, llaman “intuición”. Tenía la sensación de que algo fuera de lo común me estaba por ocurrir. Y, como era de esperarse, tenía razón. Caminando después de ya haber trotado unos cuántos kilómetros, con la ropa desagradablemente empapada por el sudor, la vi. Una mujer. La más bella de su especie. No por sus atributos, que debo admitir que sí, eran llamativos. Pero lo más impactante fue lo que llevaba encima de ellos: toneladas de actitud, delicadeza y, por sobre todas las cosas, felicidad. Imaginen, para que yo aprecie la belleza en alguien, cómo era aquella muchacha. No era rubia, ni muy flaca, ni de ojos claros. Tenía el pelo castaño y adornaba su espalda con bucles que caían en total perfección hasta su cintura. Llevaba puesta una remera de Kiss y calzas deportivas. Estaba descansando con su botella de agua en mano. No creo en el amor a primera vista y no sé cómo no asesinaron a quien inventó semejante estupidez, pero hubo algo esa mañana. Algo que, sin saber qué, me obligó a acercarme a aquél hermoso ser.